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Deportes

Las historias del sangriento reinado de Pablo Escobar en el fútbol

El Patrón del Mal apostó al fútbol como el vehículo correcto para mostrarse como el gran benefactor ante la comunidad.

Pablo Escobr fútbol

En la noche del 30 de abril de 1984, el ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla, regresaba a su hogar desde su oficina central. El auto, un Mercedes Benz blanco, era manejado como siempre por su chofer. A su lado iba un custodio. Lara Bonilla era un hombre marcado. Había asumido nueve meses atrás y tenía por objetivo luchar contra el narcotráfico y sobre todo contra Pablo Escobar, al que venía denunciando por inundar Colombia y el resto de América con cocaína. Pero esa tarea quedaría trunca: a poco de arribar a su casa en el barrio El Recreo de los Frailes, en el norte de Bogotá, una Yamaha roja de 175 centímetros cúbicos se le puso a la par. No le dio tiempo a nada. La balacera destrozó los vidrios y el cuerpo del ministro de Justicia. Había sido asesinado el enemigo número uno de Pablo Escobar. Pero el impacto fue de tal magnitud que empezaba la verdadera lucha para vencer al narco. Y empezaba, también, la transformación de Escobar para convertirse en un ser amado y odiado por partes iguales por el pueblo de Medellín, donde como todo capo mafia empezó a hacer obras para tratar de mejorar su imagen y, en un momento dado, entendió que el fútbol era el vehículo correcto para mostrarse como el gran benefactor. Y ese día, ese año, arrancó la leyenda de El Patrón del Fútbol.

Para eso Escobar se inspiró en dos ejemplos que le resultaban cercanos. El del club Unión Magdalena de Santa Marta que había sido salvado de la quiebra en 1979 por los reyes de la marihuana, la familia Dávila Armenta, y la experiencia en Independiente Santa Fe de Fernando Carrillo, el dueño de la droga en Bogotá. Y vaya si se metió en serio en el tema: si bien era hincha de Independiente de Medellín, entendió que había que apostar fuerte por el equipo más grande de la ciudad, Atlético Nacional. Siguiendo la razón financió al club haciendo negocios con la familia Botero Moreno y sus sucesores, y siguiendo al corazón hizo lo propio con Independiente, con testaferros como Pablo Correa y Héctor Meza. Corría mediados de los 80 y el Cartel de Medellín se transformaba en el Cartel del Fútbol. Y extendería sus influencias a la capital, ya que el segundo del Cartel, Gonzalo Rodríguez Gacha, se encargaría de comprar Millonarios de Bogotá. La idea era pelearle a los equipos de Cali, financiados por el Cartel de esa ciudad que estaban en manos de los hermanos Rodríguez Orejuela. Y mientras éstos apostaban por los jugadores extranjeros (Roberto Cabañas, Ricardo Gareca y Julio Falcioni se destacaron en la época dorada entre 1982 y 1987 cuando ganó cinco ligas consecutivas y tres subcampeonatos de Libertadores), Escobar entendió que había que formar identidad colombiana y apostar a las nuevas estrellas del fútbol local.

Y la movida le salió bien. Al ritmo de los goles de ambos equipos, su imagen se iba consolidando en la ciudad mientras las calles eran un reguero de sangre. El primero en coronar fue su segundo, Rodríguez Gacha, con Millonarios en 1988, cortando la racha del América. Atlético Nacional salió subcampeón. Pero al año siguiente, conseguiría algo inédito en la historia del país cafetero: consagrarse campeón de la Copa Libertadores. Escobar ya no era el Patrón del Fútbol en Colombia. Ahora lo era en Latinoamérica. Para eso hizo todo lo necesario y más: formó un equipo sólo con jugadores locales, pero todas estrellas. El Palomo Usuriaga, John Jairo Trellez, Leonel Alvarez, Luis Perea, Andrés Escobar, René Higuita y siguen las firmas, todos bajo la dirección técnica de Francisco Pacho Maturana, el DT más cotizado del país. Era la base de la Selección que deslumbraría en las eliminatorias para el Mundial 94.

Y si no alcanzaba con el fútbol de sus jugadores, había arreglos arbitrales. El 2 de noviembre de 1988 el árbitro colombiano Armando Pérez Hoyos fue secuestrado durante 20 horas en Medellín y amenazado de muerte por un grupo de hombres que decían representar los intereses del Patrón. Por entonces Pérez Hoyos era un respetadísimo juez (sería línea uno en la final del Mundial 90 que Alemania le ganó a Argentina y su testimonio siempre fue que no hubo penal de Sensini a Voeller), y tras ese cautiverio fue dejado en libertad con un mensaje para sus colegas, que decía: al que pite mal lo matamos. La amenaza se cumplió tiempo después cuando fue asesinado en Medellín Álvaro Ortega, media hora después de actuar como juez de línea en el partido entre Independiente Medellín y América de Cali, con triunfo visitante por 3 a 2. Ortega había marcado offside en el gol que le daba el empate al DIM y ese fue su certificado de defunción.

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Ese objetivo de comprar arbitrajes a como sea lo llevó a un recordado episodio en la Copa Libertadores de 1989. Atlético había clasificado bien y había vencido en octavos de final a Racing con un arbitraje tremendamente localista en el partido de ida, que le dio el 2 a 0 que al final sería decisivo para pasar a cuartos, donde le tocó Millonarios, al que también pasó. La semifinal era con Danubio de Uruguay. El partido de ida en el Centenario había terminado 0 a 0 y se suponía que Nacional haría valer su localía y no habría problemas para clasificar a la final. Pero para no arriesgarse, decidieron actuar sobre la terna argentina que lideraba Carlos Espósito junto a Juan Bava y Abel Gnecco, a quienes les habían recomendado no salir del hotel por seguridad. Pero Escobar usó el refrán “si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña” y mandó hombres armados al alojamiento donde esperaban el partido los albicelestes.

“Estábamos en el hotel y entraron cuatro, uno con ametralladora. A Gnecco le pusieron una nueve milímetros en la cabeza. Y atrás entró el famoso Popeye (NdR: John Jairo Velázquez, el famoso sicario de Escobar), bien vestido, con traje y corbata. Traía un maletín. Lo abrió y dijo ‘acá hay 250 mil dólares. Llévenselo, tranquilos, van a salir de Colombia sin problemas’. Antes de eso nos habían roto todos los teléfonos. Les respondimos que habíamos ido a trabajar como corresponde. Cerró el maletín y nos dijo: ‘La vida de ustedes acá no vale nada. Y en Buenos Aires nos puede costar 1.000 dólares por cada uno’. Y ahí se fueron”, contó Espósito. El partido terminó 6 a 0 con cuatro goles del Palomo Usuriaga. Los jugadores de Danubio también habían sido visitados en la previa. Así, Atlético estaba en la final que ganaría dos semanas después frente a Olimpia de Paraguay, también con otra terna argentina y en medio de un escándalo. Porque en el partido de ida los paraguayos habían ganado 2 a 0. Y Escobar estaba decidido a dar vuelta la historia en el estadio Anastasio Girardot. Los jueces designados para esta oportunidad habían sido Juan Carlos Loustau como árbitro principal y Francisco Lamolina y Jorge Romero como líneas.

Pero lo ocurrido en el partido de ida fue narrado por Espósito a Julio Grondona. Y Bava le contó con lujo de detalles a Loustau la odisea. Entonces el presidente de la AFA se movió rápido. Primero consiguió que el partido saliera de Medellín para ir a Bogotá, bajo la excusa de la capacidad. Y después metió a toda la dirigencia de la Conmebol en un avión directo al partido para que nadie se atreviera a jugar con los árbitros argentinos. Pero a Escobar nada de esto lo conmovía. Y el día anterior al encuentro mandó un emisario al hotel Tequendama. Y mientras transcurría la cena, un hombre se acercó sigilosamente hasta la mesa de la terna, apoyó un maletín en el piso mientras les decía “Colombia no puede perder más finales”. Los tres se pararon para pelearlo pero el sicario mostró el arma y decidido a dejar el mensaje, tomó el maletín y afirmó: “Gana Nacional o vuelven en ataúdes a sus casas”. En esas condiciones salieron a dirigir y lo hicieron correctamente. El partido terminó 2 a 0 para Nacional y fueron a penales. La puntería de los colombianos podía decidir la vida o la muerte de los argentinos. Y fueron más certeros que los paraguayos. Así, ganaron la final y los nuestros volvieron a casa sanos y salvos. Colombia tenía su primer título de Libertadores de América y Pablo Escobar, el Patrón del Mal, era ahora también el Patrón del Fútbol del Continente.

Escobar no se detendría allí. En la siguiente Copa Libertadores intentaría lo mismo, pero tuvo que soportar un escollo. En cuartos de final le tocó Vasco da Gama. Empataron en cero en el Maracaná y en la vuelta le hicieron a la terna uruguaya encabezada por Juan Daniel Cardellino lo mismo que el año anterior a las argentinas. El partido lo ganó Atlético Nacional 2 a 0 pero al regresar a su país, Cardellino denunció todo. El partido fue anulado y el equipo colombiano tuvo que mudar la localía a Santiago de Chile, donde pudo con Vasco pero no con Olimpia en semifinales. Y terminó sancionado teniendo que jugar la siguiente Copa Libertadores de local en Venezuela y hasta en Los Ángeles.

Comenzaba a decaer la influencia de Pablo Escobar en el mundo Conmebol. Y en Colombia las fuerzas de seguridad estaban decididas a cazarlo porque pesaba sobre él un pedido de extradición a los Estados Unidos. Sabiendo que si iba al país del Norte sus días estaban destinados a vivir en prisiones de máxima seguridad, el Patrón pactó su entrega a una cárcel que él mismo construiría y se llamaría La Catedral y tendría gimnasio, sauna, cancha de fútbol, habitaciones de lujo y salones de juego. Y finalmente se entregó el 19 de junio de 1991. Hacia allí peregrinaron los jugadores más importantes del fútbol colombiano a visitarlo, los mismos que habían jugado en sus equipos de Medellín y también en su finca gigantesca, aquella del zoológico privado, que quedaba en las alturas de la ciudad.

Pero la presión por entregarlo a EE.UU se hizo insostenible y para 1992 era un hecho. Por lo que el Patrón compró su fuga y el 21 de julio de ese año salió con dos cómplices y se convirtió en fugitivo. Un año y medio y decenas de atentados después, las fuerzas de seguridad lo acorralaron. Fue el 2 de diciembre de 1993, un día después de cumplir 44 años. 500 soldados cercaron la humilde casa del oeste de Medellín donde estaba escondido y cuando quiso escapar, tres disparos acabaron con su vida. Y también acabaron con el impactante desarrollo del fútbol colombiano que a partir de la burbuja narco se había convertido en una fuerza internacional poderosa, a punto tal que después de clasificar a los Mundiales 94 y 98, la Selección pasó una época aciaga que recién recupero 16 años y cuatro mundiales después, cuando clasificó al torneo de Brasil 2014.

Hoy en Medellín ya no es un hombre venerado. Y sólo quedan de él sus rastros en fincas y las anécdotas. Como aquellas que lo vinculan a Bilardo, Menotti, Maradona y el Tigre Gareca. Como la que reconoció el técnico campeón del mundo en México 86 en una nota con el colega Mauro Szeta en 2014. “Que me pregunten si lo conozco es como si me preguntaran si conozco al presidente de Lanús o de Boca. ¿Cómo no lo voy a conocer? Todos ellos eran los presidentes de los clubes. Te invitaban a almorzar, a cenar, a ver fútbol. Era una cosa normal. Uno sabía cómo era la cosa, porque la gente hablaba, pero eran los dueños del fútbol”.

En cambio la que lo une a Menotti es mucho más difusa. Fue difundida por el periodista mexicano Christian Martinoli, quien aseguró que el Flaco se la contó en persona. Pero el DT campeón del Mundo en 1978 lo niega rotundamente. “Es una infamia”, asegura cada vez que se lo preguntan. Aquella versión desmentida lo situaba rechazando una oferta que Escobar le habría hecho llegar para dirigir a Atlético Nacional. Mientras que la de Diego es contradictoria, como todo en la vida de Maradona. Porque fue el mismo Diez quien la relató primero y luego la contradijo. En 2014 le contó al diario As de España que “en 1991 me contrataron para jugar un partido amistoso en Colombia. Jugamos el partido, todos lo disfrutamos mucho. Luego a la noche se armó una fiesta y estaba en una cárcel. ¡No lo podía creer! A la mañana siguiente Escobar me pagó y se despidió de mí de forma muy amable, me dijo que admiraba mi fútbol y que se sentía identificado conmigo porque los dos salimos de la pobreza para triunfar”.

Pero tras el escándalo de esas declaraciones, Diego se retractó públicamente en una entrevista con TyC Sports. “Jamás dije eso, lo inventaron. No conocí a Pablo Escobar, te lo juro por mi vieja. Lo que hacía era horroroso”.

El último relato que lo une a un argentino es el que tiene por protagonista a Ricardo Gareca, que jugó entre 1985 y 1989 para el América de Cali, de los hermanos Rodríguez Orejuela, los jefes del Cartel de Cali y en esa época en guerra con Escobar. John Jairo Velázquez, el famoso Popeye, el sicario más conocido que trabajaba para el Patrón del Mal contó en una entrevista lo siguiente: “Ricardo Gareca siempre estuvo en la mira de Pablo Escobar; sin embargo, no llegaron a él. El amor por el fútbol del Patrón salvó a Gareca, pues a él y a los otros jugadores de América de Cali se les contempló colocarles un carro bomba, ya que el cártel de Cali le colocó un carro bomba a la familia de Pablo”. A lo que el Tigre, cuando le consultaron, respondió: “Me enteré porque me hicieron llegar el comentario por Whatsapp. La verdad es que no sabía nada. Había una rivalidad entre los que jugábamos en Cali y los de Medellín, pero algo normal. Cuando estalló de verdad el problema yo ya no estaba ahí”.

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