Hace décadas, Júlia María de Assis creía que llegado el momento se haría cargo del hotel que construía su padre en Atafona, un balneario en la costa del estado de Río de Janeiro.
Pero justamente lo que atraía a los turistas a Atafona —el mar— se convirtió en su enemigo. El avance del agua obligó a detener la construcción del hotel hasta que, hace 13 años, la fuerza del océano lo derrumbó. Lo mismo sucedió a otro medio millar de inmuebles.
“Iba a tener 48 suites… un gran hotel que nunca empezó a operar”, dijo de Assis, de 51 años, contemplando los escombros de lo que había sido el sueño de su familia. “Aunque la estructura del hotel era fuerte, cada vez que las olas rozaban el edificio lo dañaban y finalmente se derrumbó”.
Debido a la actividad humana, a lo largo del último medio siglo el océano Atlántico avanza implacable sobre Atafona, parte del municipio de Sao Joao da Barra, a 250 kilómetros de la capital de Río de Janeiro, donde viven 36.000 personas.
El cambio climático deja poco lugar a la esperanza de una solución. Atafona desaparecerá bajo el mar.
El río Paraiba do Sul, que se origina en el vecino estado de San Pablo, arrastra sedimento y arena hasta Atafona y lo echa al Atlántico. En la década de 1950 desviaron su cauce para llevar agua a la capital, lo cual debilitó la barrera natural que protegía a Atafona del océano, dijo Pedro de Araújo, profesor de tecnología de materiales en el Instituto Federal Fluminense.
“Debido al menor sedimento y arena que estabilizaba la costa, el mar carcome la ciudad”, dijo De Araújo, quien estudia la erosión del río para su tesis de doctorado y elabora un modelo de lo que sucederá con su delta en el futuro. Calcula que el río tiene un tercio de su caudal original.
La deforestación de los manglares en las últimas décadas también ha incrementado la vulnerabilidad de Atafona, agregó De Araújo. La posición promedio del mar avanza unos cinco metros tierra adentro cada año, según sus cálculos.
“A veces el agua me llega hasta las rodillas. Mi gran temor es que algún día se llevará mi vivienda”, dijo la pescadora Vanesa Gomes Barreto, de 35 años, en el puesto donde vende sus pescados. “Antes había una capilla, una panadería. Era una ciudad muy grande, de la que solo queda una parte. El mar se tragó todo, incluso mi infancia”.
Los especialistas han estudiado diversas soluciones, como la construcción de barreras artificiales o depositar enormes cantidades de arena, pero ninguna parece suficiente para detener el avance del mar. El ascenso del nivel del mar debido al derretimiento de los hielos significa que la destrucción continuará y se acelerará, dijo de Araújo.
La gente suele preguntarle a de Assis, que se creía heredera de un hotel, si las peripecias de la ciudad la entristecen. Dice que está agradecida de haber nacido en Atafona, pero que los seres humanos deben respetar a la naturaleza.
“Siento nostalgia por la casa donde pasaba los veranos”, dijo, y señaló el mar. “Está en el fondo del océano Atlántico”.
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